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Anuario 1961: "El Cuchillo", cuento inédito de Carlos Rozas Larraín, segunda parte

Anuario 1961:
El aclamado escritor nacional colaboró con la Revista de la Asociación de Criadores de Caballares.

El Anuario de la Asociación de Criadores de Caballares de 1961 nos dejó un sabroso cuento inédito del escritor chileno Carlos Rozas Larraín, cuya conclusión puedes revisar a continuación:

- Revisa la primera parte de "El Cuchillo"

Segunda parte:

Mientras iba siguiendo el ágil zigzaguear de mi "pointer", no podía dejar de pensar en los apuros del pobre Manuel.

Mi perro cazaba en gran estilo, como debía esperarse de su raza. Largos saltos de pantera, la cabeza alta, la nariz al viento. Recorría en pocos instantes todo el campo que abarcaba mi alcance de fuego. De pronto se convertía en una hermosa estatua inmóvil, a cincuenta metros de mí. Parecía darse cuenta de que yo lo estaba admirando. Cuando me sentía llegar junto a él, hacía volar la perdiz. Luego de abatida, la recogía para entregarla en mis manos, y me parecía verlo reír de contento, antes de partir de nuevo.

El sol estaba ya quemando un poco y mi perro jadeaba, cuando me senté a descansar bajo un maitén. "Penique" se tendió a mi lado. Le sangraba ligeramente la boca, y la punta del agudo rabo blanco se había teñido también de rojo al azotarla en las zarzas. -Los ijares subían y bajaban en acelerado latir-.

En los extremos del potrero se sintieron disparos. Conté mis piezas. Tenía catorce grandes perdices de fin de temporada. Era bastante. Encendí un cigarrillo y un soplo de viento refrescó mi mente sudorosa.

Sentí un disparo cerca y vi correr un gran "setter" de color de cobre. Era Manuel y su perro irlandés. El perro entregó la pieza y mi amigo vino a sentarse, también, en la fresca sombra. Estaba cansado, parecía deshecho y muy nervioso. Me contó que había estado revisando los potrillos y haciendo lo imposible por salvar los restantes. Habían muerto dos más -Manuel no se contenía-.

- ¡Y ese viejo estúpido de don Cirilo! ¡No se sabe nada de él. Me ha contado el cuidador, que cuando pasó ayer por la tarde para ver los potrillos, el viejo se dio cuenta del desastre. Estuvo un buen rato mudo, totalmente mudo; ni siquiera intentó nada. Volvió riendas y partió a medio trote.

- Pero tú, Manuel, -¿cómo te explicas lo sucedido?

- Verdaderamente no me lo explico, y... no sé cómo empezar a decírselo a mi padre. Bien sabes que está viejo, y tú has conocido el cariño que siente por sus animales.

- Bueno, sin embargo, no tendrás más remedio que hacérselo saber. Además, él, con su experiencia, podrá encontrar alguna posible causa a lo sucedido, ¿no me dices que todo se realizó en su presencia?

- ¡Todo! Pero yo necesito y quiero llevar a don Cirilo conmigo. El viejo tiene que contestar a las preguntas de mi padre. Ha enviado mozos por todos lados en su busca y me lo traerán aquí.

Miré el reloj: las once y cuarto. Nos quedamos en silencio gozando apenas de la tibia mañana.

De pronto los dos perros alzaron la cabeza mirando ambos allá lejos.

En el confín del potrero se divisaba un jinete; estaba cerrando la puerta por donde acababa de entrar. Manuel lo reconoció.
- ¡Allá viene don Cirilo! -Por favor no te muevas, es capaz de volverse si nos ve.

Al tranco vivaracho de su caballo tordillo venía el viejo, con el poncho de lana colgando en largos pliegues de los hombros caídos. Se acercaba rápidamente. Venía cabizbajo, con el sombrero derribado sobre las cejas y parecía bambolearse un poco. De pronto, el tordillo dio un quite espantadizo. Nos había visto de repente bajo la sombra del maitén. El viejo nos miró y detuvo el caballo. Manuel le habló.

- Venga, don Cirilo.

El viejo se fue acercando. Se tocó el ala del sombrero.

- Güenos días patroncito.

- Buenos días. Dígame, don Cirilo, ¿dónde diablos andaba usted mientras estaban muriéndose los potrillos? -¿Sabe lo sucedido?

- Lo calculo, patroncito, -¿murieron todos ya?

- Creo que salvan tres, a lo sumo.

- ¿Cuáles, patroncito?

- ¡Eso es lo de menos don Cirilo! Ud. sabe cómo los estima a todos mi padre.

- ¡Patroncito, no me diga nada más, su mercé! Es un favor que le pido. Yo estoy más apenado que Ud. ¡No me diga ni una cosa!

El viejo venía con algunas copas, pero estaba bastante lúcido y se había puesto muy serio. Nos quedamos un rato en silencio.

- ¿Qué dijo el patrón, Manuel?

- Me parece que no sabe nada todavía. A no ser que, ahora recién, alguno le haya llegado con la historia. ¿Quién le llevó a usted la noticia, don Cirilo?

- Nadien, patroncito, yo mesmo me di cuenta... ¿Ud. no le ha dicho nada al patrón viejo?

- No, don Cirilo, hasta no ir con Ud. mismo y darle razón de todo. Hace treinta años que está Ud. haciendo este trabajo y nunca había sucedido lo que ahora.

- ¡Nunca, patroncito!

- Bueno, vamos a las casas.

- Vamos, patroncito.

Nos escoltó tranco a tranco, en silencio, mientras caminábamos con nuestros perros, escopeta y morrales hasta el coche.
Allá lejos, los demás estaban cazando todavía y se escucharon algunos disparos.

Manuel ordenó al mozo esperar a sus amigos y decirles -si alguno llegaba pronto-, que el coche estaría de vuelta antes de media hora.

Luego tomó las riendas y partimos al elegante trote de los dos caballos negros. A nuestro estribo galopaba don Cirilo en su tordillo. Tenía la vieja cara impávida, sumida entre el sombrero y la rala barbita blanca.

Llegamos. Apoyado en la vara, frente al cuarto de monturas, estaba don Manuel. Se hallaba solo y tenía el gesto serio, pero no adusto. Saludamos:

- Buenos días.

- Buenos días. ¿Y cómo anduvo la caza?

Le mostré mi morral repleto y sonrió satisfecho. Luego ordenó: -Desmántante, Cirilo.

El viejo obedeció. ¡Alguien le había pasado ya el cuento al patrón!- Pero don Manuel no estaba alterado. Habló con gran calma y con mucha dignidad.

- No voy a reprenderte, Cirilo. Hace muchos años que me sirves bien y sé que quieres como yo mismo esta cría de caballos. Ha sido una desgracia. ¿Qué vamos a hacerle? Pero me interesa saber, qué piensas tú, de lo sucedido.

Don Cirilo estaba muy dueño de sí. La manera como su patrón tomaba la cosa no parecía extrañarle mayormente. Lo conocía ya muy largos años y, de seguro, le había visto reaccionar con igual nobleza en circunstancias quizás peores. Se había descubierto y el vientecillo remolinaba unos algos mechoes en lo alto de su cabeza. Daba vuelta entre las manos el gran sombrero de lana, pero miraba de frente con los ojillos claros y húmedos.

- Patrón -dijo con voz ronca-, me hay pasao la noche quebrándome la mollera y cavilando en este isparate. Hoy de mañana, antes que aclarara, me jui a la Esquina Mocha.

- ¿A qué? -¿A tomar?

- También me tomé unas copas, patrón, no le voy a negar; pero, primero me jui aonde el maestro Mellafe.

- ¿Para qué?

- Pa preguntarle deste cuchillo, patrón.

Lo sacó de su espalda y se lo tendió. Llevaba la afilada hoja envuelta en un gran pañuelo de algodón a cuadros, que desenrolló para presentarlo. Don Manuel lo examinó todo, cuidadosamente.

- Buen cuchillo, Cirilo. ¿Y qué?

El viejo hablaba mirando alternativamente a don Manuel y al cuchillo. Preguntó, cauteloso:

- ¿Su mercé se había fijado, otros años, en el cuchillo con que yo capaba los potrillos chilenos, patrón?

- Me parece que no era éste, Cirilo. Don Manuel observaba al viejo, muy interesado.

- ¡Claro! no era éste, patrón. Ayer antes de irme a los corrales me levanté de alba para darle una buena pasada en la piedra a mi cuchillo y... no lo pude hallar. Se me hacía tarde y me acordé d'este puñal, que lo había comprado años atrás. Lo tenía guardado en la montura nueva. Ahí lo encontré, y estaba bien afilado. Su mercé verá que es muy re-güen cuchillo. ¿Lo halla su mercé un poquito grande pa capar?

Don Manuel consideró atentamente el asunto, pero dijo que no, que estaba bien y que, además, le parecía un excelente cuchillo.

- Güeno, yo pensé lo mesmo: me lo metí en la faja, y me jui al corral. Ahí me aclaró, y al poquito rato llegó su mercé con el patrón nuevo y los mozoso, pa pialar.

Don Manuel asintió.

- Su mercé vio too mi trabajo. Igual que siempre, patrón, ¿no?

- Igual que siempre, Cirilo.

- Güeno, y ahí tiene su mercé el resultado. - ¿Quién tiene la culpa entonces? ¿Cuál fue la única diferencia, patrón, con los otros años?

Marcó un significativo silencio.

- El cuchillo... -dijo caviloso don Manuel, estudiando nuevamente el asunto.

- ¿Lo lavaste bien?

- Su mercé lo vio. Todo se hizo en presencia de los patrones.

- Continúa... Cirilo.

- Güeno, esta mañana me jui aonde el maestro Mellafe y le llevé el maldito cuchillo este, pa pedirle una opinión. Su mercé sabe que es un hombre de mucha inteligencia el maestro Ramón.

Don Manuel asintió, presa del más vivo interés. Efectivamente, Ramón Mellafe era un hombre serio y de mucha inteligencia.
- ¿Y qué dijo don Ramón?

- Patrón, el maestro Mellafe lo estuvo cateando un rato al cuchillo, con esa cara tan jormal que él tiene, y después me dijo: -"Este puñalito lo hice yo mismo Cirilo". -¿Cuánto tiempo?- le pregunté yo. Y él me contestó. "Estas limas no llegan hace... hace lo muy menos sus veinte años. Estos cuchillos los hacía yo con mi padre, cuando me estaba enseñando de oficial en la fragua". -¿Y a quién se lo vendería, en esos años, maestro Ramón? -Patrón, a mí me andaba cosquilleando una sospecha aentro de la cabeza y por eso preguntaba tanto-. El meastro Mellafe se puso a mirar muy atento el cuchillo, con unas antiparras de aumento que él tiene, y de repente me dijo: -"Oye, Cirilo. -¿Qué te ha pasao con este cuchillo?".

- A mí, náa -le dije-. ¿Por qué? -Estuvo rascándole ahí en la hoja, aonde tiene esas manchas y me las mostró too sospechoso. -"Oye Cirilo, estas manchas son de sangre... de cristiano". -me dijo... Y, como es tan sabio y leído se santiguó.

- ¿Y a quién se lo vendió usté, meastro Ramón? - Se quedó pensando un güen rato, y de repente se acordó. Se pegó un manotazo en la frente, que llegó a sonale la calavera. Me dijo: -"¿Te acordai, Cirilo, del Camilito el vaquero; uno que era medio atontato cuando andaba güeno, pero que tenía muy re-mala cura?"- ¡Ahí se me abrieron los ojos, patrón Manuel! Su mercé debe recordarse. El Camilito, aquel tontón que se desgració hacen hartos años, en el Despacho del rucio Faúndez. -¿Se recuerda, su mercé?

Don Manuel, sí, se acordaba. Se entretenía, caviloso, pasando distraídamente el dedo por la hoja afilada del puñal.
- ¿Que no mató unos arrieros argentinos el Camilito?

- ¡Claro, patrón; liquidó a dos, a puro fierro! Jué un asunto de mujeres, muy regrande. Al Camilito lo tuvieron como quince años guardao, y después ya no se supo más de él, cuando salió. La Chayo jué la del enredo y también se espareció para siempre.

- Y... ¿cómo llegó a tus manos este cuchillo, Cirilo?

- Lo compré, patrón, hace harto tiempo; pero... yo no sé si será el mismo de Camilito. Pero... también yo me digo: ¿por qué se murieron los potrillos, entonces?

- ¿A quién se lo compraste?

- A unos arrieros argentinos, patrón. Taban tomándose unos tragos en el despacho de la Viuda, y ahí, uno me lo ofreció. Me gustó y se lo compré. El hombre andaba apurao de plata y me lo dio barato. Me dijo que era cuchillo argentino.

Don Manuel estaba siguiendo el asunto con gran atención, pero al oír esto, se alteró violentamente.

- ¿Creíste que era argentino, Cirilo, y por eso compraste este cuchillo? ¡Ni de viejo se te va a quitar lo bruto, hombre! - ¡Cuchillo argentino!- Y lo miraba, y miraba a Cirilo, con indignación.

- ¿Te crees tú que en Argentina hacen estos trabajos? Este puñal es chileno, ¡caramba! y muy chileno. Y recuerda además, Cirilo, en Argentina no hay, ¿entiendes? -¡No hay espino como éste, como éste que da el "pellín" chileno, esta madera más hermosa que ninguna en el mundo y tan dura como el acero...!

Yo estaba absorto escuchando el extravagante diálogo, cuando don Manuel pareció no contenerse más. Clavó el cuchillo, con seco golpe, en la vara; volvió la espalda mascullando algo y se dirigió a trancos medidos, hacia la casa. Llevaba la mirada baja y pensativa. Iba meditando tal vez en las extrañas reacciones que puede producir la sangre de cristiano sobre una lima inglesa engastada en pellín de espino criollo. Su hijo lo acompañó. Don Cirilo se caló el sombrero más cargado aún sobre las cejas y tomó el cuchillo. Lo arrancó del madero y... lo volvió a clavar. Luego, guardó el pañuelo en que lo llevaba envuelto y se quedó mirándolo. Me acerqué a él y le dije:

- Don Cirilo... véndame ese cuchillo, ¿cuánto quiere por él?

Me observó un rato y me preguntó, entre serio y zumbón:

- ¿No lo quedrá pa capar potrillos, patroncito?

Le aseguré que no y le insistí en que me indicara el precio.

- Lo que usté guste patrón, lo que de veras siento, es que un cuchillo así no se lo puedo regalar.

Le di treinta pesos; una fortuna en aquel tiempo para un vaquero, y me dijo muy serio mirándome a los ojos.

- Patroncito, hay que tener mucho, re-mucho cuidado con un cuchillo como éste, ¡me con...denara! pero creo que es cierto que ha carniao cristiano.

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Aquí está sobre mi mesa el cuchillo. Es un cuchillo muy chileno; se parece a un fornido roto. Es corto, fuerte y sirve para todo lo que se le exija hacer. Cierto es que su madre fue una lima inglesa, pero lleva en el cabo cobre chileno, asta de toro y pellín de espino chileno. Además la lima inglesa se volvió roja en la fragua de la Esquina Mocha, y el maestro Mellafe, con su mandil de piel de cabra, la retempló y remachó su cabo. Allí se hizo chilena.

Hace muchos años que anda conmigo y siempre se ha comportado muy bien y muy formal. Aquí está ahora sobre mi mesa con su aspecto tranquilo de viejo huaso macuco, pero... lo miro, y pienso que en su juventud es muy capaz este diantre! de haber "carniao" cristiano.

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